miércoles, 10 de marzo de 2010

Romero: Crónica de un asesinato. (Primera entrega)

romero

Marzo 2010. Treinta años después. Nos detuvimos frente a la capilla de La Divina Providencia, que se agazapa dentro de su silencio en la colonia Miramonte, una residencial de clase media ubicada al occidente de San Salvador. El lugar sigue imbuido por la tranquilidad y las caricias del viento sobre las copas de los árboles. Al norte hay un parqueo, frente al hospitalito de enfermos de cáncer. Desde ahí se desprende una angosta callecita adoquinada que pasa frente a la entrada de la capilla. Observamos en dirección del altar mayor, no hay más de cincuenta metros en una línea recta perfecta, volteamos hacia la tiendita de golosinas que nos queda a la espalda, rondamos otros puntos, donde caminan los feligreses, la mayoría ancianos, vuelvo a ver hacia el altar, me parece desolador, miro al suelo, estamos de pie, en el lugar exacto donde estuvo el asesino.


En ese lugar, modificado únicamente por el crecimiento urbanístico de los alrededores del terreno, murió el hombre que fue ovacionado por cientos en la catedral de San Salvador, que revolucionó la visión católica salvadoreña al establecer la misa única y apegarse a la ortodoxia de Jesucristo; que fue escuchado por miles en El Salvador, desde las radios de campesinos, estudiantes, mujeres, obreros, intelectuales; que fue escuchado por miles en el continente americano y en otros lugares del mundo; que el lunes 24 de marzo, minutos después de las dieciocho horas, cayó abatido por un disparo mientras oficiaba misa frente a un grupo que no superaba las veinticinco personas.


La misa única fue una bofetada para las altas esferas de la iglesia católica de derecha y la dictadura militar, porque propiciaba el encuentro masivo de feligreses en un solo lugar: la catedral de San Salvador. El resto de misas eran suspendidas en todo el país, y quienes no podían ir hasta la sede central participaban de la misma por medio de la radio. Este impresionante proceso de centralización de la religiosidad era a la vez un mecanismo de educación y formación de decenas de miles de salvadoreños. En todo caso, un riesgo para la dictadura dada su impresionante influencia.


Los testigos que sobreviven hablan de “disparos”, un plural que no solo expresa el eco de las balas o la posibilidad de que hayan sido varios disparos, sino la carga que aún se lleva en hombros cada vez que recordamos que ese crimen nos metió de lleno, irremediablemente, en una guerra que se llevó lo mejor de nosotros.


Una anciana mujer, que conoce los hechos de primera mano, se resiste a dar su nombre y a admitir que estuvo ahí la tarde del lunes 24 de marzo, el miedo sigue habitando en su corazón, como si Oscar Arnulfo Romero acabara de ser asesinado. Es lo que sentí cuando vi los rostros de esas mujeres ancianas que siguen arrastrando sus pasos en aquel “callejón sin salida”. Los detalles que me brinda me inducen a pensar que estuvo dentro de la capilla, su actitud expresa una contrariedad: no quiere que se sepa su nombre, pero quiere hablar de lo que sucedió.


Hay que pasar por un portón, que suele estar abierto en el día, para visitar la capilla, el hospitalito, oficinas y la casa donde se resguardan los recuerdos de Monseñor Romero. En 1980 ese portón ya estaba ahí, se cerraba hasta que era de noche pues Oscar Arnulfo recibía durante el día a cualquier cantidad de gente. Este detalle ocupó mi atención pues no hay otro lugar por el que un auto pueda entrar a la capilla ni al parqueo, por ahí mismo hay que salir. Es un deto fundamental de carácter táctico que debieron superar los complotados.


Por ese portón ingresó el auto rojo que condujo Amado Antonio Garay en compañía del francotirador. Garay ha sido relacionado con dos miembros de la Policía Nacional extinta, Nelson Morales y Nelson García, sus supuestos reclutadores para que trabajara con el capitán Álvaro Sarabia. Como veremos en siguientes entregas, Garay, es también un testigo de excepción en los juicios celebrados en Fresno en 2004. El auto debió llegar hasta el parqueo para retornar y estacionarse frente a la entrada de la capilla, realizar el disparo y retirarse del lugar. No hay otra forma de realizar esa maniobra. La calle es demasiado angosta para virar en U.


Monseñor oficiaba misa en la capilla de La Divina Providencia los días lunes a las cinco de la tarde. El 24 de marzo se ofició a las seis de la tarde a pedido de Jorge Pinto, entonces propietario y director del periódico El Independiente, para conmemorar el primer aniversario de la muerte de Sara Meardi de Pinto. Esa tarde estuvieron Jorge Pinto, hijo de la difunta, Napoleón González, director del periódico La Crónica, Eulalio Pérez, fotoperiodista de Prensa Unida UPI, así mismo las monjas que acompañaban a Monseñor en sus labores humanitarias en el hospital de enfermos de cáncer.


Todas esas personas estaban enfrentadas a la dictadura militar desde el territorio de la labor religiosa y humanitaria y el periodismo, el ataque podía ser para cualquiera, es lo que pensaron cuando estalló la bala, el tumulto y los llantos de las personas que se abrazaron al cuerpo furibundo del arzobispo, caído al lado del altar mayor en el instante mismo de la eucaristía.


El escándalo y aflicción fue tal que un anciano del lugar se dirigió al fotoperiodista Eulalio Pérez, lo sometió y decomisó la cámara pensando que se trataba de un integrante del complot que había llegado para llevarse las evidencias del crimen. Aunque la presencia del fotoperiodista no tuviera que ver con la acusación, el incidente nos permite hoy contar con ese momento, el instante inmediato posterior en el que Monseñor caía abatido por el disparo. Luego de la intervención de Monseñor Rivera y Damas, a altas horas de la noche, como indica la testigo, el fotoperiodista fue liberado. Pero nos sigue asaltando la duda: hay quien asegura que esa misma tarde hubo otro fotógrafo encubierto.


Debemos tener presente que en todo crimen hay una tormenta de percepciones, temores y por supuesto de presunciones que, explotadas a la ligera pueden llevarnos al error, no a un error necesariamente de fondo sino de los detalles colaterales; sin embargo, el error producido por el recuerdo y la aflicción es también parte de la historia. Es lo que no deberíamos perder de vista al momento de remontarnos a una época que aún no cura sus heridas.

“La lista negra” fue un eufemismo utilizado en los años de mayor represión de la dictadura, en ella se contenían los nombres y expedientes de aquellas personas que eran consideradas enemigas del gobierno y la Fuerza Armada, generalmente catalogados como “comunistas”. No todos los que se incluían en la misma eran asesinados de inmediato, muchos eran “víctimas potenciales”. Esta es una clave para comprender dos problemas sobre el asesinato de Monseñor Romero: su inclusión en la “lista negra” y el plan de acción.


Es bastante probable que Oscar Arnulfo Romero haya sido incluido en la lista de enemigos de la derecha desde que su conducta fue catalogada como adversa a la dictadura militar, aproximadamente tres años antes de su muerte. Esta es la parte más comprensible del complot dado lo que conocemos de sus homilías, su postura en relación a los Derechos Humanos ampliamente difundida en documentos, discursos y cartas pastorales y su contraste con la realidad salvadoreña de entonces.


Los señalamientos y ataques de la prensa de derecha y las acusaciones dadas por el mismo Roberto d´Aubuisson en los medios de comunicación dibujaron un panorama claro: Monseñor quedó del lado de las víctimas, confrontado con el gobierno y la Fuerza Armada, incluso con la misma iglesia católica y el nuncio apostólico Emmanuelle Gerada, no por su ideología, como torpemente se quiso demostrar, sino por su actitud frente a la vida y al apego de la ortodoxia religiosa con los más vulnerables de nuestra sociedad.


Es imperativo anticipar antes de adentrarnos en cualquier otro detalle del fondo del crimen de Romero: es improbable que en una situación de Estado fallido y de estallido social como el que vivía El Salvador meses antes y después de la muerte de Monseñor Romero, se pudiera llevar a cabo una persecución sistemática contra líderes sociales y religiosos sin un aparato de inteligencia militar acondicionado y adiestrado para comandarla.


Las evidencias abundan: la fuerza de élite de la Fuerza Armada de El Salvador durante los años 1970s fueron la Guardia Nacional, Policía de Hacienda y Policía Nacional, sus unidades trabajaron conjunta o separadamente entre sí o con estructuras paramilitares financiadas por la derecha, sus unidades de inteligencia y del conocido “trabajo sucio”, eran las que realizaban las acciones principales.


La Agencia Nacional de Seguridad Salvadoreña (ANSESAL) a la cual estuvo adscrito Roberto d´Aubuisson manejó una enorme cantidad de expedientes que servían de base para la “lista negra”. Cuando se realizó el golpe de Estado en octubre de 1979, se produjo una división en el interior de la Fuerza Armada, en la que se manifestaron diversas tendencias, una de ellas era la de d´Aubuisson, quien sustrajo una gran cantidad de expedientes de inteligencia para lo cual se debió transportar el material en vehículo hasta la residencia del empresario Orlando Llovera Ballete y luego realizar una muestra al empresario Alfredo Mena Lagos.


Una operación paramilitar que se enfoca en acumular una enorme cantidad de expedientes con información de opositores de la dictadura no puede tener más propósito que la persecución y el asesinato. Esto no debería de sorprendernos, pero vale la pena traerlo a cuenta dado que esa información terminó en cualquier cantidad de manos y fue utilizada en 1980, un año en el que se verificaron cerca de doce mil asesinatos de civiles.


Cuando Roberto d´Aubuisson fue capturado el 7 de mayo de 1980, estaba en compañía de una gran cantidad de oficiales de la Fuerza Armada, la mayoría vinculados con grupos de inteligencia miliar. Esa es la constante no solo en el hombre de la derecha más emblemático sino en todos aquellos, civiles y militares, que sirvieron a la dictadura, y que se esconden en su nombre.


“Monseñor estaba incluido en la lista negra. No se sabía cómo ni cuándo se le podía matar, pero estaba en la lista de la derecha. Matarlo podía generar un grave problema político, debían tomar en cuenta el momento, y creyeron que el momento era aquel, después que diera la homilía del domingo”, me dijo Leonel Gómez, investigador que trabajó para el Congreso de Estados Unidos y que se encargó de indagar sobre el crimen al igual que de otros, como el de los sacerdotes jesuitas.


No se puede asesinar a un arzobispo como Romero sin un plan que incluya un presupuesto financiero, una ideología que lo sustente y una estructura que la ejecute. La idea de asesinarlo el lunes 24 de marzo no fue un exabrupto, fue la culminación de un plan que indudablemente incluyó un seguimiento de la rutina de Monseñor, el cual tenía como presupuesto el lugar y fechas y horas alternativas.


Oscar Arnulfo residía en el mismo terreno de la iglesia donde murió, en una casita que le fue instalada al otro lado de la callecita adoquinada, “para que descansara ya que por esos días las abundantes visitas no le daban tregua”. Que él viviera ahí y que además oficiara los lunes por las tardes fue un asunto de conocimiento público, conocido por los conspiradores de su asesinato.


Los recursos y los procedimientos de los agentes de la inteligencia militar y los escuadrones de la muerte, que solían estar mezclados, no eran tan sofisticados como podríamos pensar. Sus acciones de seguimiento y exploración eran grotescas. Hay abundantes testimonios de víctimas que fueron perseguidos por agentes que se transportaron en vehículos que utilizaron semanas después para capturarlos o asesinarlos.


Lo indicado en el párrafo anterior es de importancia. Muchos testigos hablan del auto rojo de la marca Volkswagen que patrulló las inmediaciones de la capilla la Divina Providencia semanas antes de que el arzobispo fuera asesinado, el mismo auto que se estacionó el día del crimen. Por alguna razón, los testimonios suelen asociar el automóvil y a los agentes de un mismo cuerpo policial. Esto no debe sorprendernos, como se ha dicho, los agentes de la dictadura mostraban su prepotencia a plena luz del día, se presentaban frente a las casas de sus víctimas en una actitud clara: que sus víctimas supieran que estaban ahí.


Esa actitud amenazante era de alguna manera una advertencia, para que algunos se fueran o que se atuvieran a las armas de los asesinos. Este patrón fue vital en el aparato paramilitar de la represión de la dictadura y tenía un rostro que se le correspondía: la temeridad de los militantes de las organizaciones sociales y religiosas que no paraban en demandar el respeto a los Derechos Humanos.


La asociación llegó después, cuando un jovencito de doce años de edad, como nos menciona la anciana testigo, vio el auto rojo dar la vuelta en el parqueo, estacionarse frente a la iglesia y observar al hombre que realizó el disparo. El resto de detalles, como el simular que se realiza una reparación en el motor para dar lugar a que el asesino emplace el arma y realice el disparo, como lo ha relatado el mismo Amado Garay, por absurdo que nos parezca no debe parecernos inverosímil.


La presencia de líderes con preparación en inteligencia militar, financiación y tropas, se unieron para ejecutar el crimen.

El Salvador sucumbió la noche del 24 de marzo. Si se podía asesinar al arzobispo más escuchado en el mundo era porque se podía asesinar a cualquiera. Las calles de la ciudad y de otros pueblos quedaron solas, la gente se acostó temprano aunque no pudo dormir.


El hombre más angustiado fue el juez a quien se designó el caso. Para esos días los crímenes de asesinato, privaciones de libertad forzada y torturas llevadas a cabo por los aparatos militares y paramilitares de la dictadura no eran investigados. Pero el sistema no podía abolir por decreto el mecanismo legal del levantamiento del cadáver, identificación del fallecido, si era posible, y la entrega del cuerpo a sus familiares, si los había, y abrir el expediente judicial.


Ese expediente generalmente sólo tenía un escrito que en la jerga legal se conoce como “auto cabeza”, es decir, la resolución inicial del juzgado en la cual se indican los detalles del caso, el nombre del asesinado, si se trata de muerte, y una orden para realizar las investigaciones que jamás se hacían, a lo sumo el acta del levantamiento del cadáver, generalmente hecha por la misma policía.


Era imposible entrevistar a los agentes policiales, menos a testigos. Ese rasgo de la impunidad administrativa para los casos de las decenas de miles de salvadoreños ejecutados por los aparatos represivos de la dictadura y de las estructuras paramilitares financiadas por algunos empresarios y terratenientes recalcitrantes, está presente en el caso Romero.


Atilio Ramírez Amaya era docente universitario cuando recibió la noticia de la muerte de Monseñor Romero, pero lo que para él fue peor llegó minutos después, cuando se dio cuenta que el tribunal que él mismo presidía sería el competente para llevar a cabo una investigación que de antemano supo no era tal sino una nueva sentencia de muerte, la suya.


Este caso nos demanda ocuparnos de otros eventos: el tirador, el calibre del proyectil, los complotados, los autores materiales, intermediarios, los financiadores y los cómplices del crimen, el papel jugado en fase de encubrimiento por organismos de inteligencia internacionales, los acuerdos de personajes de poder para admitir y/o celebrar el crimen y el juicio celebrado en Fresno contra el capitán Álvaro Sarabia. De ello esperamos ocuparnos en las siguientes entregas.

gracias a : www.expedicionamericana.com

berne ayala

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